miércoles, 14 de diciembre de 2016

El ídolo rojo. Un cuento de Jack London y un artículo de Ernesto Busto Garrido sobre el autor y el cuento.

Ernesto Busto Garrido escribe en el blog: "Narrativa Breve" un interesante artículo titulado: "¿Jack London, xenófobo?"

Es casi una norma: los escritores que venden mucho (los llamados best sellers) generalmente son objeto del desprecio de los críticos y de sus propios colegas. Ejemplos sobran. La chilena Isabel Allende, traducida permanentemente a otros idiomas, y con miles y miles de copias de sus obras vendidas, carga sobre su espalda el rótulo de poseer una escritura básica o que es una mala copia de Gabriel García Márquez. Cuando fue postulada al Premio Nacional de Literatura no faltaron los que la dispararon artillería de grueso calibre, menoscabando su trayectoria y sus éxitos editoriales. Dijeron que no era merecedora a esa distinción. A pesar de ello en 2010 le concedieron el galardón, bien merecido, según una parte importante de la crítica y con el apoyo de la mayoría del mundo lector.

¿Cuál es su pecado? Ser superventas

Echando el tiempo hacia atrás, algo similar le sucedió al escritor norteamericano Jack London. Desde que empezó a publicar, las ediciones y reediciones se agotaban en un dos por tres. Hoy, transcurridos cien años desde su muerte, las obras de London continúan acaparando elogios, y las adquisiciones de sus títulos no decrecen; por el contrario, suben y suben. CONTINUAR LEYENDO

En cuanto al cuento, aquí puedes leer el inicio del relato y acceder a todo el texo:

EL ÍDOLO ROJO 
Jack London

¡Allí estaba! Bassett, mientras la controlaba con su reloj, comparó la abrupta liberación de sonido con la trompeta de un arcángel. Los muros de las ciudades, meditó, bien podían desmoronarse ante una intimación tan apremiante. Por milésima vez trató vanamente de analizar la cualidad tonal de ese enorme repique que dominaba la tierra hasta mucho más allá de las plazas fuertes de las tribus vecinas. El desfiladero montañoso donde se originaba resonó ante la ascendente marea del sonido, hasta que desbordó e inundó la tierra y el cielo y el aire. Con la desenfrenada fantasía de un hombre enfermo, lo comparó al poderoso grito de algún Titán del Viejo Mundo, afligido por la desdicha o la ira. Se elevó más y más, desafiante e inquisidor, con tal profundidad de volumen que parecía hecho para oídos situados más allá de los estrechos confines del sistema solar. También en él existía el clamor de una protesta, la que decía que no había oídos para oír y comprender su mensaje. 

Esa era la fantasía del hombre enfermo. Aun así trató de analizar el sonido. Era sonoro como el trueno, maduro como una campana de oro, tenue y delicado como el tañido de una tensa cuerda de plata: no, no era nada de eso, ni una mezcla de eso. No había palabras ni símiles en su vocabulario ni en su experiencia con las cuales describir la totalidad de ese sonido. 

Pasó el tiempo. Los minutos se hicieron cuartos de hora, y los cuartos de hora medias horas, y el sonido aún persistía, siempre cambiando su impulso vocal inicial aunque sin recibir nuevo impulso, esfumándose, ensombreciéndose, muriendo tan enormemente como había llegado a la vida. Se trasformó en una confusión de inquietos bisbiseos y balbuceos y colosales murmullos. Lentamente se retiró, sollozo a sollozo, al interior del enorme pecho que lo hubiera engendrado, hasta que gimoteó mortales susurros de ira e igualmente seductores susurros de deleite, luchando aún por ser oído, por trasmitir algún secreto cósmico, algún mensaje de infinito valor e importancia. Menguó hasta ser el fantasma de un sonido que había perdido su amenaza y su promesa, y se convirtió en algo que pulsaba en la conciencia del hombre enfermo durante muchos minutos después de haber cesado. Cuando ya no pudo oírlo, Bassett miró su reloj. Había transcurrido una hora antes de que la trompeta del arcángel cayera en la nada tonal. CONTINUAR LEYENDO

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