lunes, 15 de febrero de 2016

"Monólogo de Isabel viendo llover en Mocondo". Un cuento de Gabriel García Márquez

El invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La noche del sábado había sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no se pensaba que pudiera llover. Después de misa, antes de que las mujeres tuviéramos tiempo de encontrar un broche de las sombrillas, sopló un viento espeso y oscuro que barrió en una amplia vuelta redonda el polvo y la dura yesca de mayo. Alguien dijo junto a mí: “Es viento de agua”. Y yo lo sabía desde antes. Desde cuando salimos al atrio y me sentí estremecida por la viscosa sensación en el vientre. Los hombres corrieron hacia las casas vecinas con una mano en el sombrero y un pañuelo en la otra, protegiéndose del viento y la polvareda. Entonces llovió. Y el cielo fue una sustancia gelatinosa y gris que aleteó a una cuarta de nuestras cabezas. Durante el resto de la mañana mi madrastra y yo estuvimos sentadas junto al pasamano, alegre de que la lluvia revitalizara el romero y el nardo sedientos en las macetas después de siete meses de verano intenso, de polvo abrasante. Al mediodía cesó la reverberación de la tierra y un olor a suelo removido, a despierta y renovada vegetación, se confundió con el fresco y saludable olor de la lluvia con el romero. Mi padre dijo a la hora de almuerzo: “Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas aguas”. Sonriente, atravesada por el hilo luminoso de la nueva estación, mi madrastra me dijo: “Eso lo oíste en el sermón”. Y mi padre sonrió. Y almorzó con buen apetito y hasta tuvo una entretenida digestión junto al pasamano, silencioso, con los ojos cerrados pero sin dormir, como para creer que soñaba despierto.


Llovió durante toda la tarde en un solo tono. En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en un tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros sentidos. En la madrugada del lunes, cuando cerramos la puerta para evitar el vientecillo cortante y helado que soplaba del patio, nuestros sentidos habían sido colmados por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había rebasado. Mi madrastra y yo volvimos a contemplar el jardín. La tierra áspera y parda de mayo se había convertido durante la noche en una substancia oscura y pastosa, parecida al jabón ordinario. Un chorro de agua comenzaba a correr por entre las macetas. “Creo que en toda la noche han tenido agua de sobra”, dijo mi madrastra. Y yo noté que había dejado de sonreír y que su regocijo del día anterior se había transformado en una seriedad laxa y tediosa. “Creo que sí —dije—. CONTINUAR LEYENDO EL CUENTO

Nota: Anécdota que sobre este cuento refiere Gabriel García Márquez en un artículo titulado: “¿Cómo se escribe una novela?” (El País. 25/01/1984) [1].
“No tendré la soberbia de decir que no me tembló la mano al hacerlos trizas y luego dispersar las serpentinas para impedir que fueran reconstruidos. Me tembló, y no sólo la mano, pues en esto de romper papeles tengo un recuerdo que podría parecer alentador pero que a mí me resulta deprimente. Es un recuerdo que se remonta a una noche de julio de 1955, a la víspera del viaje a Europa del enviado especial de El Espectador, cuando el poeta Jorge Gaitán Durán llegó a mi cuarto de Bogotá a pedirme que le dejara algo para publicar en la revista Mito. Yo acababa de revisar mis papeles, había puesto a buen seguro los que creía dignos de ser conservados y había roto los desahuciados. Gaitán Durán, con esa voracidad insaciable que sentía anta la literatura, y sobre todo ante la posibilidad de descubrir valores ocultos, empezó a revisar en el canasto los papeles rotos, y de pronto encontró algo que le llamó la atención. "Pero esto es muy publicable", me dijo. Yo le expliqué por qué lo había tirado: era un capítulo. entero que había sacado de mi primera novela, La hojarasca -ya publicada en aquel momento-, y no podía tener otro destino honesto que el canasto de la basura. Gaitán Durán no estuvo de acuerdo. Le parecía que en realidad el texto hubiera sobrado dentro de la novela, pero que tenía un valor diferente por sí mismo. Más por tratar de complacerlo que por estar convencido, le autoricé para que remendara las hojas rotas con cinta pegante y publicara el capítulo como si fuera un cuento. "Qué títulos le ponemos?", me preguntó, usando un plural que muy pocas veces había sido tan justo como en aquel caso.. "No sé", le dije. "Porque eso no era más que un monólogo de Isabel viendo llover en Macondo". Gaitán Durán escribio en el margen superior de la primera hoja casi al ismo tiempo que yo lo decía: "Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo". Así se recuperó de la basura uno de mis cuentos que ha recibido los mejores elogios de la crítica y, sobre todo, de los lectores. Sin embargo, esa experiencia no me sirvió para no seguir rompiendo los originales que no me parecen publicables, sino que me enseñó que es necesario romperlos de tal modo que no se puedan remendar nunca.”


[1] http://elpais.com/diario/1984/01/25/opinion/443833212_850215.html



Transcripción de Copy of Monologo de Isabel viendo llover en Macondo
Camilo Medina y Gabriela Franco

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